[Ideas] artículo de Virno

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Lun Sep 19 13:22:56 UYT 2005


El intelecto "just in time" 
Domingo 7 de agosto de 2005

 
El intelecto just in time 

Paolo Virno

Cuando el intelecto humano se convierte en el principal recurso productivo, es decir, en el verdadero fundamento de la riqueza social, no tiene ningún sentido seguir perdiendo el tiempo con la “cuestión de los intelectuales”. El pensamiento abstracto y la autorreflexión dejan de ser la orgullosa prerrogativa de un grupo social particular y constituyen, por el contrario, las herramientas indispensables de los hombres y las mujeres que se ganan el pan en las fábricas just in time, en los centros de teleoperadores y en el universo en expansión de los oficios precarios. Llamo “intelectualidad de masas” al conjunto del trabajo vivo postfordista (incluídos los inmigrantes clandestinos, claro está), en cuanto es depositario de competencias cognitivas no objetivables en el sistema de las máquinas. No se trata, como es obvio, de la erudicción científica de cada trabajador individual. Las que pasan a primer plano son, por el contrario, las actitudes más genéricas de la mente: competencia
 lingüística, disposición al aprendizaje, imaginación. Mientras que lo que cuenta para los intelectuales de profesión son las obras del pensamiento (un libro, un teorema matemático, etc.), la intelectualidad de masas tiene, por el contrario, su centro de gravedad en la pura y simple facultad de pensar. “Facultad” significa una potencia no determinada, abierta a todo tipo de aplicaciones heterogéneas. Para comprender este punto, pensemos en el acto por el que cualquier hablante recurre a la inagotable potencialidad de la lengua para realizar esta o aquella enunciación específica. La lengua como poder-decir, es lo más difundido y menos “especializado” que podemos concebir. El buen ejemplo de intelectualidad de masas lo constituye el hablante común, no el científico ni el escritor. La intelectualidad de masas nada tiene en común con una nueva “aristocracia obrera”; se sitúa en sus antípodas. El parangón con la actividad verbal no es peregrino. Los intelectuales en sentido restringido,
 por cuya suerte se apasionaron Gramsci y Sartre, han perdido todo relieve ético-político (además de su capacidad de ejercer una función dirigente) precisamente cuando la noción de fuerza de trabajo se ha vuelto indistinguible de la vieja definición aristotélica de homo sapiens: “animal que posee lenguaje”. La inclusión de la comunicación lingüística en el proceso material de producción ha intelectualizado el trabajo social y, al mismo tiempo, ha marginalizado a los intelectuales en tanto que sacerdotes de la “conciencia crítica”. Conviene reconstruir brevemente, aunque sea de modo impresionista, este paso crucial, de cuyos efectos aún está intentando dar cuenta la teoría política.

En la época de la manufactura y, después, durante el largo apogeo de la fábrica fordista, la actividad laboral es muda. Quien trabaja, calla. La producción es una cadena silenciosa, en la que sólo se admite una relación mecánica y exterior entre antecedente y consecuente, mientras que se elimina toda correlación interactiva entre simultáneos. El trabajo vivo, en cuanto apéndice del sistema de las máquinas, sigue la causalidad natural con el fin de utilizar su potencia: es lo que Hegel llamó la “astucia” del trabajar. Y la “astucia”, como se sabe, es taciturna. En la metrópolis posfordista, por el contrario, el proceso de trabajo material puede describirse empíricamente como un conjunto de actos lingüísticos, como una secuencia de aserciones, como interacción simbólica. En parte porque la actividad del trabajo vivo se ejerce, ahora, al lado del sistema de las máquinas, en tareas de regulación, vigilancia y coordinación (Marx: “El obrero se coloca al lado de la producción directa en
 lugar de ser su agente principal”), pero sobre todo porque el proceso productivo tiene por “materia prima” el saber, la información, la cultura, las relaciones sociales. Quien trabaja es (debe ser) locuaz. La célebre oposición establecida por Habermas entre “acción instrumental” y “acción comunicativa” (o entre trabajo e interacción) es radicalmente refutada por el modo de producción posfordista. El “actuar comunicativo” ya no tiene su terreno principal o exclusivo en las relaciones ético-culturales, en la política y en la lucha por el “reconocimiento recíproco”, ni es ajeno al ámbito de la reproducción material de la vida. Por el contrario, la palabra dialógica se instala en el corazón mismo de la producción capitalista. El trabajo es interacción. Por consiguiente, para comprender la praxis laboral posfordista, es necesario recurrir cada vez más a Saussure, a Wittgenstein y a Quine. Aunque estos autores se desinteresaran por completo por las relaciones sociales de producción, al
 haber elaborado teorías e imágenes del lenguaje tienen más cosas que enseñarnos sobre la “fábrica locuaz” que los sociólogos de profesión. Cuando el trabajo ejerce funciones de vigilancia y coordinación, sus tareas no consisten ya en la consecución de un objetivo particular sino en modular (además de variar e intensificar) la cooperación social, es decir, el conjunto de relaciones y conexiones sistémicas que constituye ya la auténtica “columna sobre la que se apoyan la producción y la riqueza” (Marx). Esa modulación se realiza mediante prestaciones lingüísticas que, lejos de dar origen a un producto independiente, se agotan en la interacción que su propia ejecución determina. En pocas palabras: a) el trabajo fundado en la comunicación no tiene una estructura rígidamente finalista, es decir, no está guiado por un objetivo unívoco predefinido; b) en muchos casos, ese trabajo no da lugar a un objeto extrínseco y duradero, y se trata más bien de una actividad sin obra. Veamos más de
 cerca estos dos aspectos. El concepto tradicional de producción está intimamente unido al de finalidad: produce quien persigue un fin determinado. Pero la solidez de la relación trabajo-finalidad depende del carácter restringido del trabajo; más exactamente, de la rigurosa exclusión de la comunicación del proceso productivo. El finalismo aparece tanto más marcado e inequívoco cuanto más se trate de una acción meramente instrumental, para cuya definición sea indiferente el tejido de relaciones dialógicas intersubjetivas. Viceversa, cuando se convierte en un elemento constitutivo del trabajo, la comunicación resquebraja la connotación rígidamente finalista del trabajo mismo. Consideremos en primer lugar el sistema de máquinas que caracteriza al postfordismo. La máquina electrónica, a diferencia del autómata mecánico fordista, es incompleta y, en parte, indeterminada: no es la imitación de fuerzas naturales dadas que se someten con vistas a un objetivo específico, sino el presupuesto
 de un catálogo indefinido de posibilidades operativas. Este catálogo de posibilidades tiene que ser articulado por un conjunto de prestaciones lingüísticas por parte del trabajo vivo. Las acciones comunicativas, que elaboran las oportunidades que residen en la máquina electrónica, no están orientadas por un fin externo a la comunicación misma; es decir, no introducen un antecedente con vistas a un consecuente, sino que tienen en sí mismas su propio resultado. La enunciación es, al mismo tiempo, medio y fin, instrumento y producto final. En un contexto lingüístico, las reglas para proyectar y para ejecutar son las mismas. Esa identidad elimina la distinción entre los dos momentos: intención y realización coinciden. Viene a cuento recordar que la rígida separación entre “trabajo intelectual directivo” y “trabajo obrero ejecutivo”, en la época de la fábrica posfordista, se sustentaba precisamente en esa distinción. Pasemos al segundo aspecto. Además de contradecir el modelo de acción
 finalista, es frecuente que el trabajo comunicativo no dé lugar tampoco a una obra autónoma que sobreviva a la prestación de trabajo. Pues bien, las actividades en las que “el producto es inseparable del acto de producir” (Marx) -aquellas actividades que no se objetivan en un producto duradero- tienen un estatuto borroso y ambiguo, difícil de enfocar. El motivo de la dificultad es evidente. Mucho antes de ser englobada en la producción capitalista, la actividad sin obra (o la actividad comunicativa) ha sido la columna de la política. Hannah Arendt escribe: “Las artes que no producen ninguna “obra” tienen una gran afinidad con la política. Los artistas que las practican -bailarines, actores, músicos, y similares- necesitan de un público al que mostrar su virtuosismo, del mismo modo que los hombres que actúan políticamente necesitan de otros en cuya presencia comparecer.” Cuando no se construyen nuevos objetos, sino situaciones comunicativas, comienza el reino de la política. El
 trabajo posfordista, en cuanto trabajo lingüístico, es un trabajo que exige dotes y actitudes anteriormente reservadas a la praxis política: relación con la presencia de otros, gestión de un cierto margen de imprevisibilidad, capacidad de comenzar algo nuevo, habilidad para moverse entre posibilidades alternativas. Cuando se habla de lenguaje puesto a trabajar, el punto decisivo no está, entiéndase bien, en el crecimiento desmedido de la industria de la comunicación, sino en el hecho de que el “actuar comunicativo” predomina en todos los sectores industriales. Es preciso, por tanto, ver las técnicas y los procedimientos de los medios de comunicación de masas como un modelo de valor universal, imprescindible para analizar la producción de automóviles o del acero. Vale la pena preguntarse qué relación existe entre los rasgos peculiares de la industria cultural y el postfordismo en general. Como se sabe, desde Adorno y Horkheimer las “fábricas del alma” (editoriales, radio, cine,
 televisión, etc.) han sido escrutadas con el microscopio de la crítica, buscando en ellas todo lo que las hiciera parecidas a la cadena de montaje. El punto crucial era demostrar que el capitalismo había sido capaz de mecanizar y parcelar la producción espiritual, del mismo modo que había mecanizado y parcelado la agricultura o la elaboración de los metales. Producción en serie, insignificancia de la tarea singular, econometría de las emociones y de los sentimientos: ésos eran los estribillos habituales. Se admitía, es cierto, que algunos aspectos de la que podríamos llamar “comunicación por los medios de comunicación” se escapaba a su plena asimilación a la organización fordista del proceso de trabajo, pero se consideraban, precisamente, residuos sin influencia, modestos transtornos, pequeños desechos. Sin embargo, mirando con los ojos de hoy, no es difícil reconocer que tales “residuos” y “desechos” eran por el contrario atisbos del futuro: no ecos de un tiempo anterior, sino
 auténticos presagios. En pocas palabras: la informalidad del actuar comunicativo, la interacción competitiva de una reunión de redacción, el sobresalto imprevisto que puede animar un programa de televisión, en general, todo aquello que resultaría disfuncional reglamentar más allá de cierto umbral en la industria cultural, se ha convertido hoy, en la época postfordista, en el núcleo central e impulsor de toda la producción social. En ese sentido, nos podríamos preguntar si el “toyotismo” no consiste, al menos en parte, en la aplicación de formas de operar que en un tiempo sólo eran propias de la industria cultural a las fábricas de bienes de consumo duradero. La industria de la comunicación (o “cultural”) desarrolla un papel análogo al que tradicionalmente desarrollaba la industria de medios de producción: es un sector productivo específico, pero que determina los instrumentos y los procedimientos operativos que luego se aplicarían ampliamente en todos los rincones del proceso de
 trabajo social. La puesta a trabajar (y a producir beneficio) del lenguaje es el cimiento material sobre el que se apoya la ideología posmoderna. Ésta, cuando examina la metrópolis contemporánea, subraya la proliferación casi ilimitada de “juegos lingüísticos”, la aparición de dialectos provisionales, la multiplicación de voces diversas. Hipnotizados por el murmullo generalizado, los ideólogos postmodernos proclaman una drástica desmaterialización de las relaciones sociales y, sobre todo, sostienen la hipótesis de un debilitamiento del dominio. A sus ojos, la única discriminante ético-política es la que separa la aceptación y el rechazo de la multiplicidad de jergas. El único pecado imperdonable es querer limitar la diáspora de “juegos lingüísticos”. A parte de eso, todo va bien. La pluralidad de modos de decir conllevaría de por sí un efecto de liberación al hacer evaporarse la ilusión de una realidad unívoca y coercitiva. En sentido propio, “real” es sólo aquello que de vez en
 cuando resulta del cruzarse de diferentes interpretaciones. Fijémonos en que la satisfecha infatuación por la pluralidad de discursos introduce en la comunicación todos los mitos que el liberalismo creó a cerca del mercado. La comunicación centrífuga, alimentada por innumerables locutores independientes, es alabada con los mismos argumentos que en tiempos se dedicaban a la libre circulación de mercancías: el “Edén de los derechos”, el reino de la igualdad y del recíproco reconocimiento. Pero, ¿de verdad la multiplicidad debilita el dominio? Nadie es más consciente del carácter hermenéutico de la verdad y de la variabilidad de cualquier interpretación que los agentes de bolsa. ¿Basta eso para eliminar cualquier objeción a su forma de vida? El signo distintivo de la metrópolis contemporánea no es tanto el pulular de jergas sino la plena identidad entre producción material y comunicación lingüística. Esta identidad explica e incrementa ese pulular. Pero esa identidad no tiene nada de
 liberador. Al contrario de lo que sugiere el estribillo postmoderno, la coincidencia entre trabajo y comunicación no atenúa sino radicaliza las antinomias del modo de producción dominante. Por un lado, la actividad laboral es cada vez menos medible por medio de unidades abstractas de tiempo, ya que incluye elementos que hasta ayer pertenecían a la esfera del ethos, del consumo cultural, de los gustos estéticos o de la emotividad. Por otro, el tiempo de trabajo sigue siendo la medida socialmente vigente. De modo que los múltiples “juegos lingüísticos”, hasta los más excéntricos, están siempre a punto de convertirse en nuevas “tareas” o en apetecibles requisitos para las viejas. Cuando el trabajo asalariado podría ser suprimido al constituir ya un coste social excesivo, precisamente entonces el mismo hecho de tomar la palabra es incluido en su horizonte. El lenguaje se presenta, al mismo tiempo, como el terreno del conflicto y lo que está en juego. Hasta el punto de que libertad de
 lenguaje, en un sentido menos paródico que el liberal, y abolición del trabajo asalariado son hoy sinónimos. La posición crítica debe tener esta radicalidad, si no quiere quedarse en un refunfuñar resentido. Por un lado, no se puede poner en cuestión el trabajo asalariado sin introducir una idea potente de libertad de lenguaje; por otro, no es posible invocar seriamente la libertad de lenguaje sin proyectar la supresión del trabajo asalariado. 
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Traducción del italiano: Manuel Aguilar Hendrickson

Este artículo ha sido publicado bajo una licencia Creative Commons (Reconocimiento-No comercial-Sin obra derivada 2.5) Se permite copiar, distribuir y comunicar públicamente el texto por cualquier medio, siempre que sea de forma literal, citando la fuente y sin fines comerciales. 
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